No cabe duda qué las personas que trabajan en el ámbito de la salud han sufrido mucho durante la pandemia y todavía están padeciendo.

A veces me parece engañoso el término “sanitario” pues parece que solo abarque a médicos y personal de enfermería. Sin embargo, la definición de la RAE es mucho más amplia:

  1. m. y f. Individuo del cuerpo de Sanidad militar.

  2. m. y f. Persona que trabaja en la Sanidad civil.

Pido disculpas por la digresión y a lo que iba. Las personas que trabajan en Sanidad: médicos, personal de limpieza, enfermería y auxiliares, celadores, administrativos, conductores de ambulancia, todos ellos, con mayor o menor riesgo han sido nuestro ejército frente al invasor invisible. Leo en el artículo que publica La Vanguardia datos que estremecen:

  • Más de ciento veinte mil ingresados por Covid-19 en todo el país desde mediados de marzo (hablamos de poco más de dos meses).
  • Más de cincuenta y un mil sanitarios infectados (exactamente 51.482 dice el artículo, que alguno más habrá mientras escribo estas líneas). De ellos han fallecido 63, conocía a dos.

Eso son las cifras, pero…  ¿y lo que han vivido estas personas?: miedo a contagiarse, cansancio y fatiga por jornadas agotadoras, falta de recursos de protección sobre todo al inicio de esta locura, protocolos cambiantes, impotencia por el fatal desenlace de los pacientes, cambios en sus puestos habituales de trabajo para “tapar agujeros” con la consiguiente inseguridad sobre la propia actuación, lidiar con la angustia de los familiares al transmitirles noticias, la angustia de los pacientes que solo contaban con sus cuidadores atareados y sobrepasados como contacto humano, la impotencia ante el aluvión de enfermos, asistir al peor desenlace de personas que parecía que mejoraban, el miedo a llevar la infección a casa, el agobio de los necesarios EPIS, la crispación, la duda y decenas de detalles cotidianos. Y hasta algún sanitario también ha recibido desaires e insultos de los “policías de balcón”. Aplausos y canciones en su honor, muchas al principio, luego se han ido apagando. Siempre pasa en las guerras, se ensalza a los soldados después se les olvida.

Cómo no van a sufrir trastornos por estrés postraumático si han vivido circunstancias dolorosas, peligrosas y excepcionales para los que nadie estaba preparado. Guerra de trincheras.

El “Trastorno por estrés postraumático” es una entidad nosológica de reciente descripción, ya que se utiliza dicho diagnóstico a partir de 1980 con la difusión del DSM-III (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales).

Sin embargo, la enfermedad existía antes. No apareció en 1980, como ejemplos, un estudio describe que en la antigua Mesopotamia soldados asirios (1300 a.C. aproximadamente) ya sufrían traumas por conflictos bélicos, incluso en la clase dirigente como el rey de Elam “cuya mente cambió”. E Hipócrates también mencionaba la presencia de pesadillas recurrentes que sufrían soldados supervivientes de combates.

No obstante, la enfermedad en sí empieza a ser estudiada a partir de la I Guerra Mundial, ya que combatientes de ambos bandos desarrollaron cuadros similares que consistían en bloqueo emocional, síntomas conversivos, insomnio y pesadillas recurrentes, llanto incontrolable, pensamientos obsesivos, pérdida de confianza en sí mismo e inestabilidad emocional. El psiquiatra inglés William Rivers (1864-1922) fue pionero en el estudio y tratamiento de combatientes británicos.

Con la II Guerra Mundial, el estadounidense Dr. Kardiner abrió el camino que llevaría a una descripción más sistematizada. Este autor consideraba la patología postraumática como una “fisioneurosis” en la que persistían respuestas biológicas condicionadas. La Guerra de Vietnam provocó que más de setecientos mil soldados norteamericanos precisaran ayuda psicológica a su regreso. De ahí devino la inclusión en el Manual de 1980, aunque también llevaron a cabo estudios en poblaciones civiles sometidas a acontecimientos traumáticos que se encontraban fuera del marco normal de la experiencia humana.

Síntomas del trastorno por estrés postraumático

Los síntomas del trastorno de estrés postraumático (TEPT) pueden comenzar dentro de un mes de un suceso traumático, pero en ocasiones su aparición puede demorarse. El malestar que genera ocasiona considerables problemas en situaciones sociales o en las relaciones interpersonales e interferir en la capacidad de realizar tareas cotidianas.

Habitualmente los síntomas son de cuatro tipos:

  • Recuerdos intrusivos.
  • Necesidad de evasión.
  • Cambios en el pensamiento y en el estado anímico.
  • Cambios en las reacciones físicas y emocionales.

Recuerdos intrusivos:

Se refieren a:

  • Recordar de forma repetitiva e involuntaria el hecho traumático, acompañado de gran angustia.
  • Revivir la experiencia que provocó el trauma como si estuviera sucediendo otra vez.
  • Tener sueños perturbadores o pesadillas acerca del acontecimiento.
  • Presentar ansiedad o cuadros de angustia, o bien reacciones físicas ante situaciones que pudieran recordar lo vivido.

Evasión:

  • Tratar de evitar hablar o pensar acerca del acontecimiento.
  • Evitar lugares, actividades o personas que recuerden el hecho o la situación traumática.

 

Cambios en el pensamiento y el estado anímico:

  • Pensamientos negativos sobre uno mismo, otras personas o el mundo en general.
  • Ideas de desesperanza acerca del futuro.
  • Problemas de memoria, incluso amnesia selectiva sobre alguna parte del acontecimiento traumático.
  • Dificultad en mantener relaciones cercanas. Distanciamiento emocional incluso de las personas más queridas como familiares y amigos.
  • Falta de interés por actividades que antes resultaban placenteras.
  • Insensibilidad emocional, especialmente en lo relativo a emociones positivas.

 

Cambios en reacciones físicas y emocionales

Los síntomas de los cambios en las reacciones físicos y emocionales (también llamados síntomas de excitación) pueden ser:

  • Asustarse con facilidad.
  • Alerta incrementada con sensaciones de peligro.
  • Posibles conductas autodestructivas, como consumo excesivo de alcohol o conducción imprudente.
  • Trastorno del sueño.
  • Dificultades de concentración.
  • Irritabilidad, arrebatos de ira o conducta verbalmente agresiva.
  • Sentimientos abrumadores de culpa o vergüenza.

La prevalencia  del trastorno por estrés postraumático tiene relación directa con el grado de exposición a los eventos estresantes. Los porcentajes que se barajan son de, al menos, un 15%. Según datos publicados en 2019, en sanidad pública en España trabajaban más de medio millón de personas, a los que habría que sumar a aquellos que trabajan en medios sanitarios privados. O sea, que calculando a la baja unas setenta y cinco mil personas en nuestro país están en riesgo de sufrir trastorno por estrés postraumático.

Este es un dato abrumador. Tengamos en cuenta que los trabajadores de nuestros sistema de salud ya están «machacados». ¿Podrán hacer frente a rebrotes de la epidemia? Y sobre todo porque implica que muchos de aquellos que «se han dejado la piel” (frase oída hasta la saciedad) sufrirán y mucho por la pesadilla que han vivido y que el resto hemos observado desde las pantallas y el balcón.

Nuestro sistema de salud, uno de los más baratos y eficientes del mundo con un gasto de solo el 6,4% del PIB (dato que leo en prensa de ayer en otro interesante artículo) ha demostrado que tiene poquísimo margen para eventualidades, adolece de falta de camas en comparación con otros países de la Unión Europea, también un bajo ratio de enfermería por 10.000 habitantes y una estructura poco flexible en la asistencia primaria. Problemas que tras los recortes de 2008 no se solucionaron sino que se agravaron. Y resulta barato porque los profesionales no están excesivamente bien pagados. 

Tendríamos que recordarlo cuando volvamos a la normalidad o a la “nueva normalidad”…