Un tutor de mi época de residencia de psiquiatría insistía mucho en el tema de cómo referirnos a los pacientes.  Cuando escuchaba decir a los médicos jóvenes en sesión clínica: “es un paciente depresivo…”. Inmediatamente, con gesto adusto,  interrumpía la exposición y decía: es un paciente que padece una depresión, prosigue… Si quién exponía el caso se “colaba” de nuevo, le interrumpía otra vez y entonces casi rugía:
“Pero vamos a ver, este paciente sufre una enfermedad, que ya veremos al exponer el caso si has acertado  con  el diagnóstico… Pero esa persona que sufre no se define por la enfermedad  -vale, uno que ha nacido en Bilbao su patronímico es bilbaíno, o si ejerce un determinado oficio será carpintero o lechero- no os confundáis con eso y no le endilguéis un adjetivo que lo despersonaliza totalmente y hace que lo veáis como algo homogéneo, como si “un depresivo” fuera totalmente igual a otro “depresivo”. Es una falta de respeto y no es enriquecedor para la exploración… que una cosa es diagnosticar y otra es etiquetar”.
Pues bien, cada vez escucho a médicos denominar a pacientes como “depresivas”, “ansiosos”, “bipolares” “obsesivos”, y un largo etcétera para resumir.
Con los muchos años de práctica, como mi tutor de cuando era joven, cada vez desconfío más de las etiquetas, mejor dicho, de la utilización de las etiquetas, que a pueden ser  “armas arrojadizas” ya que en  ocasiones se utilizan para descalificar.
 

Cual moderna criatura del Dr. Frankestein,
el paciente psiquiátrico sufre una grave estigmatización
 
Y con ello no quiero decir que los criterios de  diagnóstico psiquiátrico no sean útiles, al contrario, lo son y mucho porque unifica el lenguaje, puede delimitar grupos homogéneos para la investigación clínica,  hace que nos podamos entender entre profesionales y saber que hablamos de lo mismo (o más o menos de lo mismo). Pero de eso, a pensar que el DSM-5 es la “biblia” de lo que les ocurre a los pacientes no de  ser algo ingenuo y reduccionista.
 
Los criterios diagnóticos

 

El laberinto de los diagnósticos
 
No hemos de tener prisa en diagnosticar, ya que primero debe existir un conocimiento atinado del paciente, que se hará a través de la correcta anamnesis (historia clínica), y una reflexión de “por qué le pasa lo que le pasa a mi paciente” absolutamente imprescindible para entenderlo y tener el privilegio de tratarlo, para “curar a veces, aliviar siempre, consolar siempre”.
La frase es el título de un blog que me encanta por sus reflexiones sobre la deontología y la medicina corpórea en la máxima expresión (la de cuidados intensivos). A su vez su autora toma el título de dos médicos franceses (Bérard y Gubler) del siglo XIX, que definieron así las funciones de nuestro oficio. Y así debería ser también en el tecnológico pero atribulado siglo XXI. 
 
El doctor, de Luke Fildes (1891)
 
La pintura retrata un aspecto casi perdido de la medicina. El doctor que contempla atento y preocupado a su joven paciente, intrigado y absorto en desentrañar cómo podrá tratarle o si su terapéutica será eficaz. 
 
La pequeña enferma, suponemos que víctima de cualquier enfermedad infecciosa terrible e incurable de una época en que no se disponía de antibióticos ni de vacunas, parece débil, pálida y dormida a la luz del quinqué que se ha dispuesto para que el médico pueda examinarla.  Vemos también que la estancia es humilde casi lóbrega, ropa tendida, la criatura acostada entre dos sillas, sólo el pajarillo en la ventana introduce una nota de alegría. 
 
La madre parece desconsolada llorando a la espera de lo peor. Y la dignidad del rostro del padre, preocupado ante lo que le sucede a su hija, pero que con su mano apoyada en el hombro de su mujer intenta darle consuelo, mientras mantiene fija su mirada en el médico, esperando de él lo que siempre esperan los pacientes de los médicos: curación, alivio o al menos consuelo.